Cuando Ana despertó todavía era de noche. La ventana del balcón estaba abierta, y de la calle llegaban los esporádicos ruidos de motor de los trasnochadores vehículos. Se había dormido en el sillón, con la mano empapada en sudor, sujetando el teléfono inalámbrico. Ya no había llamado y ya no llamaría. La idea la angustió.
Hacía calor. Salió al balcón para despejarse las ideas. ¿Cómo había sucedido? Tan sólo podía recordar los gritos, el portazo, las inútiles llamadas a su celular. ¿Cuál fue el motivo? El calor y el sueño no le permitían recordar demasiado bien. Qué más da, seguramente fue una tontería por esas que discuten siempre. Salvo que esta vez se había ido. Y para no volver.
Siete pisos más abajo, el tránsito se había calmado. Solamente cada tanto, algún taxi rompía el silencio montevideano. Ana miró hacia arriba y distinguió una o dos estrellas. Era una pena. Recordaba cuando de chica visitaba la estancia de su tío en el campo y se quedaba toda la noche tirada en el pasto observando el negro cielo tapizado de millones de puntitos blancos, mágicos.
Ya algo más despierta, consiguió recordar el motivo de la discusión. ¡Claro! Se avergonzó de sí misma por pensar que había sido una tontería. No lo era. Era nada más ni nada menos que ese enorme peso con el que había cargado desde la adolescencia, aquello que por las noches le quitaba el sueño y sólo se consolaba buscando aquellos tiernos, cálidos brazos que tanto amaba y tanta seguridad le daban a Ana; los mismos que hace unas horas cerraban de un portazo la puerta de su apartamento. Agachó la cabeza. Su cobardía le había hecho perder para siempre al amor de su vida.
Porque estaba segura que era el amor de su vida. No era cosa que lo supiera desde el comienzo de la relación, hace ya muchos meses, sino que era algo que sabía desde hace unas semanas. Recordaba a la perfección cuándo sucedió. Había sido luego de haber ido al teatro a ver ópera. Ana amaba la ópera. Le llenaba el cuerpo de una enorme satisfacción, le hacía sentir como nueva. Al salir, volvieron al apartamento caminando de la mano, haciendo caso omiso a las miradas de los de los demás transeúntes.
Una vez en el apartamento, se amaron como nunca antes. Esa noche se sentían diferentes, Ana se sentía diferente. Y fue entonces, entre esos cálidos y tiernos brazos, que Ana se dio cuenta que había encontrado al amor de su vida. Y ahora se había ido.
Suspiró. La noche montevideana la consolaba con una fresca brisa otoñal.
No era la primera vez que discutían sobre aquél tema. De hecho, había sido un tema recurrente en todas sus relaciones de pareja, sin excepción. Pero esta vez le dolía mucho más, porque creía haber encontrado al amor de su vida.
Y eran entendibles los enojos de sus parejas. La cobardía, el temor al qué dirán le impedían presentar a sus parejas frente a su familia, frente a su círculo de amigas de la infancia más que cómo una nueva amistad. La gente hablaba a sus espaldas y ella lo sabía. Es que no tenía otra opción. ¿O sí la tenía?
Sin más compañía que la brisa primaveral, Ana comenzó a rememorar los momentos vividos juntos. Sonreía. Tantos segundos de felicidad, de placer… ya no quedaban más que recuerdos. Ya no volvería a suceder, se había ido para siempre.
Sus ojos se le humedecieron. ¿Por qué había sido tan estúpida? Era lo que más quería en su vida, y ella lo había echado todo a perder. Miró hacia abajo, las grises baldosas montevideanas se le antojaban seductoras. Cerró los ojos y sintió la brisa primaveral, el viento de la noche montevideana en la cara. Se creyó liviana, libre. El placer inundó su cuerpo, como aquella vez en la ópera. Pero esto era mejor. Sencillamente incomparable.
Mientras caía, recordaba la noche en que fueron a la ópera. Cuando acarició su suave cuerpo, cuando besó sus firmes senos, su largo y sedoso pelo. Sonrió. Aquella noche descubrió que lo amaba y ahora se había ido. Ya nunca sería abrazada por esos cálidos y tiernos brazos que tanto amaba. Las baldosas, grises y seductoras, fueron a su encuentro.
Francisco Díaz
Paysandú, Uruguay
Hacía calor. Salió al balcón para despejarse las ideas. ¿Cómo había sucedido? Tan sólo podía recordar los gritos, el portazo, las inútiles llamadas a su celular. ¿Cuál fue el motivo? El calor y el sueño no le permitían recordar demasiado bien. Qué más da, seguramente fue una tontería por esas que discuten siempre. Salvo que esta vez se había ido. Y para no volver.
Siete pisos más abajo, el tránsito se había calmado. Solamente cada tanto, algún taxi rompía el silencio montevideano. Ana miró hacia arriba y distinguió una o dos estrellas. Era una pena. Recordaba cuando de chica visitaba la estancia de su tío en el campo y se quedaba toda la noche tirada en el pasto observando el negro cielo tapizado de millones de puntitos blancos, mágicos.
Ya algo más despierta, consiguió recordar el motivo de la discusión. ¡Claro! Se avergonzó de sí misma por pensar que había sido una tontería. No lo era. Era nada más ni nada menos que ese enorme peso con el que había cargado desde la adolescencia, aquello que por las noches le quitaba el sueño y sólo se consolaba buscando aquellos tiernos, cálidos brazos que tanto amaba y tanta seguridad le daban a Ana; los mismos que hace unas horas cerraban de un portazo la puerta de su apartamento. Agachó la cabeza. Su cobardía le había hecho perder para siempre al amor de su vida.
Porque estaba segura que era el amor de su vida. No era cosa que lo supiera desde el comienzo de la relación, hace ya muchos meses, sino que era algo que sabía desde hace unas semanas. Recordaba a la perfección cuándo sucedió. Había sido luego de haber ido al teatro a ver ópera. Ana amaba la ópera. Le llenaba el cuerpo de una enorme satisfacción, le hacía sentir como nueva. Al salir, volvieron al apartamento caminando de la mano, haciendo caso omiso a las miradas de los de los demás transeúntes.
Una vez en el apartamento, se amaron como nunca antes. Esa noche se sentían diferentes, Ana se sentía diferente. Y fue entonces, entre esos cálidos y tiernos brazos, que Ana se dio cuenta que había encontrado al amor de su vida. Y ahora se había ido.
Suspiró. La noche montevideana la consolaba con una fresca brisa otoñal.
No era la primera vez que discutían sobre aquél tema. De hecho, había sido un tema recurrente en todas sus relaciones de pareja, sin excepción. Pero esta vez le dolía mucho más, porque creía haber encontrado al amor de su vida.
Y eran entendibles los enojos de sus parejas. La cobardía, el temor al qué dirán le impedían presentar a sus parejas frente a su familia, frente a su círculo de amigas de la infancia más que cómo una nueva amistad. La gente hablaba a sus espaldas y ella lo sabía. Es que no tenía otra opción. ¿O sí la tenía?
Sin más compañía que la brisa primaveral, Ana comenzó a rememorar los momentos vividos juntos. Sonreía. Tantos segundos de felicidad, de placer… ya no quedaban más que recuerdos. Ya no volvería a suceder, se había ido para siempre.
Sus ojos se le humedecieron. ¿Por qué había sido tan estúpida? Era lo que más quería en su vida, y ella lo había echado todo a perder. Miró hacia abajo, las grises baldosas montevideanas se le antojaban seductoras. Cerró los ojos y sintió la brisa primaveral, el viento de la noche montevideana en la cara. Se creyó liviana, libre. El placer inundó su cuerpo, como aquella vez en la ópera. Pero esto era mejor. Sencillamente incomparable.
Mientras caía, recordaba la noche en que fueron a la ópera. Cuando acarició su suave cuerpo, cuando besó sus firmes senos, su largo y sedoso pelo. Sonrió. Aquella noche descubrió que lo amaba y ahora se había ido. Ya nunca sería abrazada por esos cálidos y tiernos brazos que tanto amaba. Las baldosas, grises y seductoras, fueron a su encuentro.
Francisco Díaz
Paysandú, Uruguay